El temor a ser sepultado
vivo era tan común en Europa en los siglos XVIII y XIX que se estableció un
sistema entero de hospitales para los muertos en los que los cuerpos se podían
quedar en observación hasta que empezaran a descomponerse, en caso de que se
despertaran.
Todo empezó con un libro de
1740 llamado “Señales de muertes inciertas”, que provocó cambios en la ley: en
muchos estados alemanes, por ejemplo, se decretó que había que esperar entre 24
y 48 horas después de la muerte antes de enterrar a alguien.
Más tarde, en 1788, un
doctor austríaco llamado Johann Frank recomendó que los cadáveres se
mantuvieran sobre la tierra durante dos o tres días para esperar el inicio de
la putrefacción, que se suponía era el único signo seguro de muerte.
Sugirió que para ello cada
ciudad tuviera una casa comunitaria para los muertos, pues así los cuerpos
podían ser supervisados hasta que pudieran ser declarados oficialmente muertos.
Hace unos trescientos años,
en Alemania, el miedo hizo que se extendiera la práctica de fabricar ataúdes
con dispositivos para ser abiertos desde adentro o para mandar señales de
auxilio. Algunos llevaban una pita que era amarrada a un dedo del cadáver, de
modo que si despertaba podía tirar de ella y hacer sonar una campana cerca de
la casa del sepulturero. Otros tenían tubos que salían a la superficie y
permitían una dotación de oxígeno. Pueden parecer folclorismos, pero la verdad
es que la idea ha estado vigente hasta hace muy poco. En los años 30, el
francés Angelo Hays tuvo un accidente y fue dado por muerto. Se salvó gracias a
la curiosidad de un agente de seguros que lo hizo exhumar dos días después. El
forense que lo examinaba encontró un ataúd con la altura suficiente para estar
sentado en el interior. Tenía un aparador con raciones de comida y un sistema
de tubos maniobrables desde dentro que abastecía de oxígeno desde un
ventilador. También incluyó un baño químico, una alarma eléctrica, un
refrigerador, un radio de onda corta para pedir ayuda. En los años sesenta, el
millonario estadounidense John Dackensey se hizo construir una bóveda con
puertas de acero que se abrirían cada noche por tres horas durante dos semanas
después de su sepelio. Cuando murió, en 1969, mucha gente iba a la capilla de
Arizona donde estaba su cuerpo para ver si salía. No pasó nada. El caso más
reciente fue el del relojero italiano Fabrizio Caselli, quien fabricó un ataúd
con alarmas, teléfono, una linterna y un estimulador cardíaco.
Seguramente, ser enterrado
vivo es una de las formas más horripilantes de morir. Desde la antigüedad hasta
nuestros días, ha habido muchos, quizás demasiados, entierros prematuros.
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