martes, 17 de febrero de 2015

Miedo a ser enterrado vivo II

El temor a ser sepultado vivo era tan común en Europa en los siglos XVIII y XIX que se estableció un sistema entero de hospitales para los muertos en los que los cuerpos se podían quedar en observación hasta que empezaran a descomponerse, en caso de que se despertaran.
Todo empezó con un libro de 1740 llamado “Señales de muertes inciertas”, que provocó cambios en la ley: en muchos estados alemanes, por ejemplo, se decretó que había que esperar entre 24 y 48 horas después de la muerte antes de enterrar a alguien.
Más tarde, en 1788, un doctor austríaco llamado Johann Frank recomendó que los cadáveres se mantuvieran sobre la tierra durante dos o tres días para esperar el inicio de la putrefacción, que se suponía era el único signo seguro de muerte.
Sugirió que para ello cada ciudad tuviera una casa comunitaria para los muertos, pues así los cuerpos podían ser supervisados hasta que pudieran ser declarados oficialmente muertos.
Hace unos trescientos años, en Alemania, el miedo hizo que se extendiera la práctica de fabricar ataúdes con dispositivos para ser abiertos desde adentro o para mandar señales de auxilio. Algunos llevaban una pita que era amarrada a un dedo del cadáver, de modo que si despertaba podía tirar de ella y hacer sonar una campana cerca de la casa del sepulturero. Otros tenían tubos que salían a la superficie y permitían una dotación de oxígeno. Pueden parecer folclorismos, pero la verdad es que la idea ha estado vigente hasta hace muy poco. En los años 30, el francés Angelo Hays tuvo un accidente y fue dado por muerto. Se salvó gracias a la curiosidad de un agente de seguros que lo hizo exhumar dos días después. El forense que lo examinaba encontró un ataúd con la altura suficiente para estar sentado en el interior. Tenía un aparador con raciones de comida y un sistema de tubos maniobrables desde dentro que abastecía de oxígeno desde un ventilador. También incluyó un baño químico, una alarma eléctrica, un refrigerador, un radio de onda corta para pedir ayuda. En los años sesenta, el millonario estadounidense John Dackensey se hizo construir una bóveda con puertas de acero que se abrirían cada noche por tres horas durante dos semanas después de su sepelio. Cuando murió, en 1969, mucha gente iba a la capilla de Arizona donde estaba su cuerpo para ver si salía. No pasó nada. El caso más reciente fue el del relojero italiano Fabrizio Caselli, quien fabricó un ataúd con alarmas, teléfono, una linterna y un estimulador cardíaco.
Seguramente, ser enterrado vivo es una de las formas más horripilantes de morir. Desde la antigüedad hasta nuestros días, ha habido muchos, quizás demasiados, entierros prematuros.


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